domingo, 13 de junio de 2010

Crónicas del Bicentenario (II). Yo quiero a mi bandera (planchadita, planchadita, planchadita)

Los festejos del Bicentenario -en su superficialidad- fueron una muestra más que representativa de la grieta inmensa que separa el lugar donde estamos (y a donde vamos) y aquel donde creemos que estamos (y donde nos gusta pensar que estamos yendo). Se personifica así el viejo chiste que cuentan los españoles: el mejor negocio es comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale.

El insoportable patrioterismo que nos invade – la palabra patria (acentuando la primera silaba) reiterada una y otra vez- me recuerda las jornadas malvineras de principios de los ochenta.

El Bicentenario es una época propicia –como la navidad- para las típicas notas color de los diarios del domingo: ¿Cómo somos los argentinos? ¿Qué pensamos de la vida, de la democracia y del cangrejo pardo de la llanura? Y obviamente, las respuestas de siempre: “somos solidarios, apasionados, familieros y desordenados”. Después las consabidas criticas a los políticos y el cierre infaltable: “los argentinos debemos querernos más y creer en nosotros mismos, juntos podemos”.

Lo que hacemos es mostrar en todo lo alto aquel país que supimos tener y festejarlo. Eso no esta mal, claro. Pero algo anda mal cuando queremos hacer de cuenta que todo sigue como entonces, que aun tenemos ese país que añoramos (e idealizamos, porqué no) y que, además, no tenemos nada que ver con su destrucción.

En esa operación, el populismo es diestro. Y es que no festejamos un logro común, por ejemplo, el éxito de algún acuerdo cívico colectivo, como hacen los españoles con su transición, los franceses con la revolución o los norteamericanos con su independencia. Nosotros, de la mano del populismo festejamos la maravillosa existencia de una esencia: la argentinidad. Y como toda esencialidad, indiscutible y blindada. En nuestro caso ligada directamente a la tierra. Preexistente, incluso, al mismo país y por ello superior a las leyes.

Esta idea, machacada en nuestra psiquis desde el momento en que entramos al Jardín de Infantes, va germinando hasta convertirnos en energúmenos nacionalistas. Como las células dormidas de los radicales islámicos, nuestro nacionalismo residente en memoria está siempre dispuesto a activarse, pronto a agitar la banderita en cuanto la ocasión lo amerite. Patriotas siempre listos! Malvinas, mundiales, papeleras, terruños helados en la cordillera, los argentinos somos derechos y humanos.

¿Pero como revertirlo? En la misma solución está el problema. Sin duda la educación pública, tan útil para construir una nación -allí donde no la había en el siglo XIX y comienzos del XX- cumplió largamente el cometido y parece que ya va siendo hora de cambiar. Sin embargo, quienes deberían plantearlo son la principal corporación conservadora de nuestra sociedad bicentenaria. Los maestros y sus sindicatos, convertidos en el tapón para cualquier posibilidad de repensar nuestro pasado, en función de los desafíos muy distintos que hoy vive el país.

Y en esta situación se encuentran apañados por los pensadores progres del área (Filmus, su máximo ícono) que enuncian la realización un cambio total, allí donde nada está cambiando. Aun más, allí donde todo está empeorando y donde, más allá de las banderitas agitadas el 25-M, el viejo país festejado muere día a día.

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