martes, 27 de octubre de 2015

El rugby y yo


Nunca logré ver un partido de rugby entero por TV. No puedo nombrar ni dos jugadores de los Pumas. No me gusta la estética de este deporte y sus reglas me parecen ridículas: cuando la pelota va arriba del travesaño cuenta como gol, festejan los laterales y vale tocarla con la mano! Además, se puede jugar estando gordo como luchador de Sumo, la pelota solo se puede pasar para atrás y pica endiabladamente. La famosa palomita del Puma que encabeza este post me pareció vacía sin poder cabecear la pelota, tanto como una ensalada mixta sin cebolla.   

Pero eso no fue siempre así. Posiblemente mi rechazo hacia el Rugby no sea sólo estético, ni por el tipo de reglas que lo organizan. La verdad es que jugué al Rugby. Entre mis 13 y 15 años fui un desorientado wing del club Central Buenos Aires de Florencio Varela.

Fueron dos años tortuosos. Había que levantarse los domingos a las 7 am, para estar a las 8.am en la puerta del Colegio y de ahí subirse a un ómnibus que, después de un largo viaje, nos llevaba hasta el club donde jugaríamos. Y eso ocurrió en años donde el cambio climático aun no existía y las mañanas invernales eran realmente frías, como las noches en que me obligaban a entrenar en los bosques de Palermo.   

No se como llegué allí. Seguramente fue un acuerdo de mi Colegio con el club, de modo de reclutar jugadores para sus divisiones inferiores. No me imagino a mi mismo entusiasmado con esta posibilidad e inscribiendome en una lista para ser aceptado como rugbier juvenil. Debió haber sido mi viejo, que insistía en que debía hacer un deporte en beneficio de mi salud.

A mi me gustaba quedarme los sábados a la noche viendo TV, leyendo y jugando al ajedrez. Yo ya era un nerd en mi adolescencia! Pero la condición paterna para que los sábados pudiera ir a al Club Argentino de Ajedrez era que el domingo hiciera algún deporte (ouch!).

No tengo grandes recuerdos de mi pasado rugbier. No tenía amigos entre mis compañeros de plantel ni puedo acordarme de alguna anécdota o partido medianamente memorable. Sin duda puedo afirmar que nunca entendí cómo se jugaba. En aquellos años era alto y flaco por lo cual, el DT, de quien tampoco recuerdo absolutamente nada, me pidió que cuando tome la pelota, corra lo más rápidamente posible hacia la linea de try.

Obviamente no pude convertir un solo tanto. No estuve ni cerca. De hecho, era bastante hábil para mantenerme alejado de la posibilidad que la pelota llegará a mis manos. Si, en cambio, recuerdo los campos sin césped, poceados y a veces embarrados. Un sábado a la tarde, con mucho sol, jugábamos en Obras Sanitarias. Creo recordar que ese club estaba suspendido para competir en la primera división por algún asunto turbio, por lo cual, el estado de su cancha estaba particularmente desatendido. Parecía la reserva ecológica de Costanera Norte.

Posiblemente me desconcentré, quizás pensando en alguna variante de la Defensa Siciliana. La cosa es que la pelota llegó inesperadamente a mis manos. La tomé, casi por instinto. Dudé. Lo siguiente que recuerdo es una indeterminada cantidad de sujetos arriba mío aprovechando el tumulto y aplicando en forma discrecional todo tipo de codazos, trompadas y rodillazos. Sin embargo, al retomar la verticalidad, lo peor fue caer en la cuenta que el suceso había acaecido sobre una serie de prominentes ortigas que se habían adosado en toda mi humanidad. Nunca volví a pisar un cancha de Rugby. Logré convencer a medias a mi viejo y me mandó a jugar al fútbol en YPF. Otro fracaso, aunque mi DT allí fue el gran Delem. Aun sigo jugando al ajedrez. 

Sin embargo mi relación con el Rugby no está terminada. A esta altura de la vida, entrando lentamente en la avenida de los cincuenta años y tomando en cuenta la desmesurada distancia entre mi sofá y el televisor, he comenzado a valorar los deportes por el tamaño de su pelota más que por otros motivos, indudablemente superfluos, frente al avance indetenible y cruel de la presbicia.