lunes, 18 de octubre de 2010

De populistas y populismos (Reflexiones a partir de los sucesos ocurridos en Ecuador)

El intento de golpe de Estado perpetrado días atrás en Ecuador debe llevar a realizar algunas reflexiones. Estas reflexiones, necesariamente, debían ser posteriores a los hechos ya que, mientras estos se están desarrollando, solo hay lugar para exigir la inmediata vuelta del orden constitucional.

Ahora bien, pasados los tiros y las sobreactuaciones, es preciso pensar críticamente porqué ocurren estas cosas en Venezuela, Ecuador y Honduras (y no en Brasil, Uruguay y Chile). Argentina también podría incluirse en este último grupo aunque es notorio que los K desearían que les ocurriera algo como lo acontecido en Ecuador. Les encantaría encarnar un nuevo día de la lealtad y confirmar así las fantasías destituyentes.

En busca de la victimización que los perpetúe en el poder, han tratado de convertir a la Mesa de Enlace, la prensa, la oposición y ahora a la Corte, en la reencarnación misma de los golpistas del pasado. Sin embargo, para desgracia de los K, estos intentos no han logrado recordarnos la espectacularidad de militares en uniformes verde oliva, con la cara pintada y disparando a mansalva.

Es importante remarcar que, en ninguno de los países con problemas de estabilidad política se han producido cambios estructurales en la distribución del poder y de la economía, mucho menos, soviets, democracia directa o algún novedoso mecanismo de decisionismo masivo. La reducción de la pobreza –que en algunos casos efectivamente ha existido- no puede considerarse como un proceso revolucionario en si mismo (si así fuera todos en América Latina serían hoy gobernantes revolucionarios, hasta el mismo Uribe) sobre todo, cuando persiste o ha aumentado, la desigualdad.

Sin dudas, la única revolución que han realizado estos líderes ha sido en el plano de lo discursivo, lo cual, debe admitirse, no es una cuestión menor. Flavia Freidenberg, ha escrito un excelente libro sobre el populismo y los populistas en América Latina. Lejos de la tendencia celebratoria de nuestros caudillos posmodernos por parte de lucidos publicistas como Laclau y su consorte, Freidenberg busca una aproximación explicativa en formato comparativo definiendo al populismo –centralmente- como un estilo de liderazgo.

Este liderazgo populista posee algunas características comunes que unen experimentos sociales y liderazgos políticos muy distintos -en tiempo y espacio- y también en ideas y acciones. Estos populistas construyen una relación directa, personalista y paternalista con sus seguidores, donde el líder no reconoce mediaciones organizativas o institucionales en su accionar. El líder habla en nombre del pueblo y potencia discursivamente la oposición de éste con “los otros”, a quienes acusa de las frustraciones que el país ha venido sufriendo hasta su llegada reveladora.

A la vez, sus seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del líder y creen que gracias a ellas y –por supuesto, por el intercambio clientelar (material y simbólico)- conseguirán mejorar su situación personal y la de su entorno directo. El trabajo de Freidenberg logra presentar una radiografía precisa de los populismos, desde aquellos tempranos, de las primeras décadas del siglo XX hasta los de nuestros días, pasando por los clásicos (Perón, Vargas etc.) y los neo populismos (Menem, Fujimori).

Analizando los liderazgos actuales se puede observar que –a diferencia de los neopopulistas de los noventa- han retomado un accionar propio de los populismos clásicos. Esto es, construir un discurso legitimador de su poder en términos identitarios y escencialistas. Y esto se aplica en forma radical, es "ellos" o "nosotros".

Al mismo tiempo que azuzan las identidades en conflicto, destruyen todo tipo de institucionalidad formal –incluso dentro de sus partidos- con cierta capacidad de accountability vertical. Los líderes carismáticos consideran cualquier institución republicana destinada al control o limitación del poder un freno a los intereses del pueblo y de la verdad histórica (que, obviamente, ellos encarnan).

Sin embargo se enfrentan a un dilema difícil de solucionar. Al convocar a sus partidarios a un combate cruzado contra un enemigo con el que se cuestionan sus propias identidades, el resultado debe ser necesariamente, matar o morir, ya que nadie negocia partes de su propia existencia o identidad. Por esto mismo resulta difícil que quien pierda reconozca amigablemente su derrota (esto implicaría cuestionar su propia existencia).

Los grupos que se enfrentan al poder se sienten en desventaja frente al uso arbitrario –cuando no ilegal- del Estado como herramienta política en su contra (cambio de reglas electorales o fraude, reelecciones indefinidas, financiamiento ilegal de la política, presión sobre la justicia y la prensa, corrupción etc.). Así, comienzan a plantearse otras formas de cambiar al gobierno que no son las legales ni las legítimas (las elecciones) y vemos espectaculos como los ofrecidos por los policias ecuatorianos, los militares hondureños o los empresarios venezolanos de Fedecamaras.

Paradójicamente, los líderes populistas como Correa, Zelaya y Chávez son presas de su “éxito”: Al haber destruido toda institucionalidad formal, no existe un espacio para procesar los conflictos y menos para resolverlos con la aceptación de los actores que confrontan. El enfrentamiento directo parece entonces la única salida para dirimir efectivamente quien gana y quien pierde. Ahí nuestros carismáticos líderes descubren que las insituciones que desmontaron para no ser controlados eran necesarias también para legitimarlos, defenderlos y dotar de estabilidad al sistema.

Eso lo aprendió -tardíamente- pero muy bien aprendido, el mismo General Perón. En los 70 intentó apostar a un bipartidismo cooperativo, a un acuerdo social con obreros y empresarios y dejo de lado sus enfrentamientos con la Iglesia y los medios de comunicación que habían caracterizado su primera presidencia. Sus herederos no entendieron la lección y así nos fue.

En Argentina la renovada independencia de la Corte Suprema es una buena noticia ya que sin ella apenas quedaba una sóla institución que era reconocida como espacio legitimo para darle solución pacífica al enfrentamiento político: las elecciones. Conociendo la historia K (testimoniales, colectoras, fraudes, clientelismo, valijas viajeras etc.) no es aventurado pensar que es muy poco para conducir sin sobresaltos al recambio presidencial del 2011.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Historia reciente y poder en la Argentina (Una respuesta a Federico Lorenz)

En el anteúltimo número de la Revista Contraeditorial, el historiador Federico Lorenz presentó un análisis crítico sobre la posición que Beatriz Sarlo adoptó en su debate con Horacio González, básicamente, relacionada con las formas, causas y resultados de la masiva movilización que acompañó los festejos oficiales del Bicentenario. En este artículo Lorenz deja varias puertas abiertas para el debate de las que me gustaría retomar algunas.

En los últimos años, al calor del cambio discursivo que produjo el Estado argentino con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia –en temas claves como DD.HH. o el rol del Estado en la economía- importantes grupos de intelectuales comenzaron a reflexionar y debatir sobre los tiempos actuales, inmediatos, confluyendo con el discurso estatal en la consideración de la etapa abierta a partir del año 2003 como un quiebre en la historia reciente del país.

La activa presencia del discurso estatal en la esfera pública sirvió como base para que estas pretensiones no quedaran en una mera expresión de deseos. La voz del Estado no solo implica la producción de imágenes y símbolos -como bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar- también posee su equivalente político/práctico, lo que en otras épocas podría haberse llamado los aparatos ideológicos del Estado.

Por ejemplo, programas en los ministerios, subsidios cinematográficos, presupuestos para becas de investigación, medios oficiales, publicidad oficial, cuantiosos fondos para secretarias de DD.HH. y organizaciones sociales adictas, promoción de determinados artistas etc. Toda una serie de recursos que se vuelcan hacia un lugar u otro –hacia unas personas u otras- en función de su coincidencia con los postulados que el Estado enuncia.

Frente a esta operación desde el poder, la intelectualidad –sobre todo la universitaria - ha encontrado un desafío al que le ha sido complicado responder. ¿Qué actitud tomar ante un Estado que enuncia discursivamente –aunque no necesariamente en la práctica- lo que muchos sectores progresistas piensan? ¿Cómo plantarse ante un discurso emanado desde el poder que retoma muchas de las caracterizaciones sostenidas por los organismos de DD.HH. y quienes se resistieron a las políticas de “reconciliación” y ajuste de los años noventa?

En general una gran parte de estos grupos (por ejemplo Carta Abierta) han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso del Estado. Esto se ha traducido en su incorporación a los espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, etc.

Sin embargo, esta posición funcional a las necesidades del poder, no ha sido admitida abiertamente. Se podría decir que –con algunas excepciones como Ricardo Foster, Horacio González o Edgardo Mocca- ha predominado lo que se podría denominar un kirchnerismo de baja intensidad.

Esta ambigüedad política les permitió abrirse camino en los espacios estatales (y sus recursos), pero eludiendo el compromiso directo. De todos modos, resulta claro que gran parte del discurso emanado desde el Estado es construido y legitimado socialmente por estos sectores intelectuales más allá que ellos no se hagan cargo abiertamente de esta situación.

Volviendo a la discusión provocada por la intervención de Beatríz Sarlo en TN, en ella se observa que la ensayista toma una clara posición contraria al discurso emanado desde el poder. En cambio, la posición de Lorenz (y su respuesta) es difusa –cuando no confusa- y tiende a eludir la crítica política al gobierno enmascarándola en conceptos ambiguos (y poco apropiados para análisis sociales), como “alegría” o “fiesta”.

Es difícil conceptualizar la idea de “alegría” o “fiesta” para debatir acerca de ellas. La construcción y definición de conceptos es importante porque permiten comunicar a quienes discuten. Conceptos que incluyen la carga de subjetividad que poseen los mencionados, impiden debatirlos. Pero esto no es casual. La “alegría” y la “fiesta” de Lorenz son un eufemismo que evita nombrar la palabra maldita: el nacionalismo.

Haciendo este simple cambio -“alegría/fiesta” por nacionalismo- la crítica de Sarlo aparece más que acertada. Se refiere, no al supuesto estado de ánimo de la población, circunstancia difícil de mensurar, sino al uso del nacionalismo como herramienta de movilización y como constructor de legitimidades estatales.

Como bien lo grafica con los ejemplos utilizados (Mundial 78-Malvinas), esto ha servido a lo largo de la historia reciente de nuestro país (y en muchos otros por supuesto), como una herramienta que –lejos de aportar a la construcción de sociedades más justas- ha colaborado en consolidar la dominación de los sectores más poderosos, acallando las disidencias y fortaleciendo el control del Estado sobre la sociedad civil.

En este punto Sarlo adopta una perspectiva crítica en la construcción histórica del poder al mismo tiempo que Lorenz -a pesar de los artificios linguistico- renuncia a esto. Lorenz pone el énfasis en la importancia de los supuestos estados de ánimo populares como elementos fundantes de ordenes políticos más justos (“la alegría también puede ser partera de la historia”).

Esta operación discursiva se acerca a las ideas más vetustas del populismo clásico, fundadas en la supuesta “felicidad” popular como objetivo organizador de la sociedad. Esto se encuentra en abierta contraposición con las ideas más progresistas referidas a una ciudadanía sostenida en el respeto a la ley como base de la igualdad social. Esto se refuerza cuando Lorenz menciona despectivamente a “quienes han estado demasiado ocupados en consolidar las instituciones desde 1984”, como si esto fuera una tarea menor en la construcción de un régimen democrático.

Las ideas de “alegría” y “fiesta” entonces no son originales ni pertenecen con exclusividad al kirchnerismo ni a sus publicistas. Haciendo una revisión rápida se puede recordar la apelación a la “Fiesta de todos” para describir la algarabía que supuso la obtención de la copa de futbol en 1978 o la campaña menemista “Vuelve la alegría” (incluso para los chicos ricos que tienen tristeza) o, por la negativa, con el recordado “dicen que soy aburrido”.

La confusión en el discurso de Lorenz muestra la dificultad para posicionarse frente al lugar y el discurso del Estado. Más allá de coincidencias, más o menos coyunturales, los intelectuales deberían mantener una actitud crítica frente al poder, aun cuando este retome algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones, sobre todo, cuando éste retoma algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones.