En Pagina 12 del día 5 de noviembre los historiadores Irene Cosoy, Gabriel Di Meglio, Federico Lorenz, Julio Vezub y Fabio Wasserman publicaron una nota crítica sobre la posición que Luis A. Romero viene adoptando frente a este gobierno en general y, en particular, sobre algunas de sus opiniones vertidas el mismo día de la muerte del ex presidente Néstor Kirchner.
En el artículo colectivo en cuestión hay tres críticas subyacentes sobre las formas que adquiere la intervención pública de Romero y sobre las que quisiera detenerme especialmente ya que asumen visiones sumamente retrogradas sobre el quehacer del historiador.
Los historiadores firmantes achacan a Romero el momento de la intervención (“El día mismo de la muerte del ex presidente”) sin mantener una prudente distancia sobre los hechos a los que interpela. Llama la atención esta clase de crítica viniendo de jóvenes profesionales de la Historia ya que durante años se acusaba a los representantes más tradicionales de los historiadores por priorizar el estudio de tiempos y espacios remotos, desdeñando el campo y los problemas de la historia reciente y –también- a quienes a ellos se dedicaban.
También cuestionan la forma en que Romero expresa sus ideas, supuestamente lejos de la formalización conceptual que debería mostrar un historiador en su práctica científica (“Romero no está escribiendo historia, sino proyectando sus propias creencias”). ¿y cual es el problema? Romero está escribiendo un articulo periodistico no un paper académico y respeta el formato en el que escribe.
Esta demanda se opone a las críticas que se realizaron por años a algunos de los principales historiadores del país por el desinterés que mostraban a la hora de intervenir en las cuestiones públicas (bien aprovechado por pseudo historiadores y publicistas como Pacho O´Donnell o Felipe Pigna). Así, se les remarcaba una mayor propensión a mantener polémicas muy especializadas –a veces incomprensibles- en revistas académicas o espacios universitarios con escaso impacto y entrada restringida, que a involucrarse en los debates sociales en los que estaban necesariamente inmersos.
Por último -y en forma contradictoria con lo anterior- señalan la necesidad de tomar partido en el debate político actual, pero clarificando sin tapujos desde qué lugar se sostienen los diferentes enunciados (“Es importante entonces que establezcamos claramente desde dónde nos referimos al pasado”). Sin embargo aquí los autores exigen definiciones que ellos mismos no ofrecen en sus discursos.
Está muy claro donde se ubica Romero: en la oposición total y frontal al proyecto kirchnerista. En cambio, no es tan evidente donde se ubican quienes lo critican, cómodos dentro de las seguras fronteras de la corrección política y la ambigüedad que ofrece la chapa de “historiadores”. En este caso más cerca del eufemismo que de la definición profesional. Esto se refuerza al esgrimir representaciones que no poseen (“Los historiadores sabemos que…”) en nombre de una comunidad que se ha caracterizado más por la pluralidad de voces y la manifestación de sus diferencias que por la semejanza y homogeneidad.
En síntesis, revisadas algunas de las argumentaciones pareciera que centrar la crítica en determinadas formas (la cercanía temporal con los hechos analizados, su formato no especializado y su falta de objetividad) emparenta a los firmantes con las tradiciones más conservadoras y arcaicas de la disciplina histórica.
Esta clase de crítica, a su vez, ignora que la intervención intelectual es más valiosa cuando –a cara descubierta y no en patota- plantea opiniones divergentes a los sentidos predominantes y a los lugares comunes propiciados desde estructuras estatales.
Por el contrario, los firmantes -en vez de mostrar abiertamente las posiciones políticas que adoptan- practican una especie de kirchnerismo vergonzante o de baja intensidad. No sea que deban jugarse publica y abiertamente por su discurso. La habilidad para ser "duros críticos" de la academia, sus métodos de selección y reparto de incentivos al mismo tiempo que beneficiarse de ellos sin pruritos, ha sido una constante y esto también se aplicó a la estructura del Estado.
En general, esta es una actitud muy extendida en gran parte de los grupos que han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso emanado desde el poder político. Y han sido exitosos ya que su ambiguedad no los ha privado de obtener los beneficios de la cercanía con el poder.
Por el contrario, se ha traducido en su incorporación a espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, recibieron subsidios, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, Canal Encuentro etc.
El discurso del grupo de historiadores pretendidamente crítico, pero realmente conservador, muestra la dificultad existente para posicionarse frente al lugar y el discurso enunciado desde el Estado. Más allá de coincidencias coyunturales, los intelectuales deberían mantener una actitud crítica frente al poder, aun cuando éste retome algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones, sobre todo, cuando éste retoma algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones.
En el artículo colectivo en cuestión hay tres críticas subyacentes sobre las formas que adquiere la intervención pública de Romero y sobre las que quisiera detenerme especialmente ya que asumen visiones sumamente retrogradas sobre el quehacer del historiador.
Los historiadores firmantes achacan a Romero el momento de la intervención (“El día mismo de la muerte del ex presidente”) sin mantener una prudente distancia sobre los hechos a los que interpela. Llama la atención esta clase de crítica viniendo de jóvenes profesionales de la Historia ya que durante años se acusaba a los representantes más tradicionales de los historiadores por priorizar el estudio de tiempos y espacios remotos, desdeñando el campo y los problemas de la historia reciente y –también- a quienes a ellos se dedicaban.
También cuestionan la forma en que Romero expresa sus ideas, supuestamente lejos de la formalización conceptual que debería mostrar un historiador en su práctica científica (“Romero no está escribiendo historia, sino proyectando sus propias creencias”). ¿y cual es el problema? Romero está escribiendo un articulo periodistico no un paper académico y respeta el formato en el que escribe.
Esta demanda se opone a las críticas que se realizaron por años a algunos de los principales historiadores del país por el desinterés que mostraban a la hora de intervenir en las cuestiones públicas (bien aprovechado por pseudo historiadores y publicistas como Pacho O´Donnell o Felipe Pigna). Así, se les remarcaba una mayor propensión a mantener polémicas muy especializadas –a veces incomprensibles- en revistas académicas o espacios universitarios con escaso impacto y entrada restringida, que a involucrarse en los debates sociales en los que estaban necesariamente inmersos.
Por último -y en forma contradictoria con lo anterior- señalan la necesidad de tomar partido en el debate político actual, pero clarificando sin tapujos desde qué lugar se sostienen los diferentes enunciados (“Es importante entonces que establezcamos claramente desde dónde nos referimos al pasado”). Sin embargo aquí los autores exigen definiciones que ellos mismos no ofrecen en sus discursos.
Está muy claro donde se ubica Romero: en la oposición total y frontal al proyecto kirchnerista. En cambio, no es tan evidente donde se ubican quienes lo critican, cómodos dentro de las seguras fronteras de la corrección política y la ambigüedad que ofrece la chapa de “historiadores”. En este caso más cerca del eufemismo que de la definición profesional. Esto se refuerza al esgrimir representaciones que no poseen (“Los historiadores sabemos que…”) en nombre de una comunidad que se ha caracterizado más por la pluralidad de voces y la manifestación de sus diferencias que por la semejanza y homogeneidad.
En síntesis, revisadas algunas de las argumentaciones pareciera que centrar la crítica en determinadas formas (la cercanía temporal con los hechos analizados, su formato no especializado y su falta de objetividad) emparenta a los firmantes con las tradiciones más conservadoras y arcaicas de la disciplina histórica.
Esta clase de crítica, a su vez, ignora que la intervención intelectual es más valiosa cuando –a cara descubierta y no en patota- plantea opiniones divergentes a los sentidos predominantes y a los lugares comunes propiciados desde estructuras estatales.
Por el contrario, los firmantes -en vez de mostrar abiertamente las posiciones políticas que adoptan- practican una especie de kirchnerismo vergonzante o de baja intensidad. No sea que deban jugarse publica y abiertamente por su discurso. La habilidad para ser "duros críticos" de la academia, sus métodos de selección y reparto de incentivos al mismo tiempo que beneficiarse de ellos sin pruritos, ha sido una constante y esto también se aplicó a la estructura del Estado.
En general, esta es una actitud muy extendida en gran parte de los grupos que han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso emanado desde el poder político. Y han sido exitosos ya que su ambiguedad no los ha privado de obtener los beneficios de la cercanía con el poder.
Por el contrario, se ha traducido en su incorporación a espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, recibieron subsidios, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, Canal Encuentro etc.
El discurso del grupo de historiadores pretendidamente crítico, pero realmente conservador, muestra la dificultad existente para posicionarse frente al lugar y el discurso enunciado desde el Estado. Más allá de coincidencias coyunturales, los intelectuales deberían mantener una actitud crítica frente al poder, aun cuando éste retome algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones, sobre todo, cuando éste retoma algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones.
2 comentarios:
Ajá, pero siguiendo la lógica del argumento, esta nota no debería estar firmada, dado que se habla de "dar la cara"? En qué quedamos...
Estimado Gonzalo, mi nombre es Fernando Pedrosa y soy historiador. Siempre pense que mi Blogg decia que era mio, ya que en la parte superior derecha yo veo mi email que es mi nombre.
Vere como corregirlo. Gracias por señalarlo.
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