Sin dudas Néstor Kirchner representó fielmente a una porción importante de la población aunque –a pesar de las ficciones de unanimidad tan caras a los partidos movimientistas argentinos- los seguidores del ex presidente lejos estuvieron de constituirse en una mayoría estable.
Frente a ejemplos de líderes imbatibles en las urnas como Yrigoyen o Perón, el único indicador duro con respecto a Kirchner es que jamás pudo ganar una elección fuera de su patria chica, Santa Cruz (denominación más que apropiada para enmarcar los argumentos que expondré a continuación).
¿Cómo explicar entonces la influencia que el ex presidente alcanzó en amplios sectores que no necesariamente lo acompañaron en sus aventuras electorales?
Néstor Kirchner sostuvo su liderazgo en una suma de iniciativas políticas y económicas (la renovación de la Corte, la política de DD.HH., la renegociación de la deuda etc.) combinadas con un sentido patrimonialista del Estado que encontró en el PJ el mejor instrumento para la reconstitución del poder en un país que salía como podía de la crisis del 2001.
Pero no fue sólo la política. Como en una suerte de relato bíblico, Néstor Kirchner construyó el cemento de su ascendiente social ofreciendo a sus seguidores una absolución automática por los errores pasados. Repitió –una y otra vez- que los argentinos no habíamos sido responsables de la violencia de los setenta, ni del neoliberalismo de los noventa, ni del desbarajuste del 2001. Nada de eso fue producto de nuestras malas decisiones y miserias como sociedad, sino el fruto de una conspiración de actores externos (el FMI primero) y sus malvados representantes en nuestro país.
Esa forma de indulgencia -eludiendo aprendizajes y autocríticas- resultó ser, nuevamente, el camino elegido para poder seguir adelante, libres de viejos pecados y prestos para volver a cometer los mismos errores que nos condenan a esta suerte de eterna repetición que es la vida política del país.
A diferencia del Cristo original, Néstor Kirchner no cargó con nuestros pecados para pagar por ellos. Por el contrario, esa operación de redención colectiva fue una estrategia necesaria para ser –al mismo tiempo- él mismo el verdadero objeto de perdón. Como todos los caudillos provinciales –y él fue uno de sus más altos exponentes- poseía un pasado contradictorio, incluso impropio, para el nuevo discurso que deseaba imponerle al Estado bajo su mando.
Por ello Kirchner hizo de la interpelación del pasado el motor simbólico de su poder. La salida de la crisis no estaba en elaborar políticas en pos de un futuro que –como todo futuro- debía ser necesariamente incierto. Las sociedades golpeadas y empobrecidas odian la incertidumbre. Por eso la receta kirchnerista fue simple y exitosa: convocar al pasado y hacerlo presente para –ilusamente- intentar cambiar el rumbo de los acontecimientos que nos llevaron a los sucesivos fracasos. Buscar en la repetición, en la certeza de lo conocido, una imposible segunda oportunidad.
Así el discurso kirchnerista propuso rescribir el pasado para que cada uno pudiera elegir que lugar querría ocupar en él. Y esto logró la entusiasta adhesión de importantes actores sociales: De este modo actrices de opereta devinieron en luchadoras sociales; oscuros testaferros en prósperos financistas; jugadores y dirigentes deportivos -socios (y cómplices) de todos los gobiernos- se convirtieron en personajes transgresores; guionistas teatrales y de TV en historiadores profesionales y panelistas de programas de chismes y relatores de fútbol en finos intelectuales.
Madres de la plaza se transformaron en exitosas empresarias inmobiliarias y exitosos empresarios inmobiliarios durante la dictadura se convirtieron en héroes de la resistencia contra los militares. Por supuesto, burócratas sindicales, intendentes eternos y políticos de lista sábana (menemista, duhaldista o la que sea) pudieron gritar sin vergüenzas su adhesión total a la renovación de la política. Como en aquellos libros infantiles (“Elige tu propia aventura”) por medio de este pacto que los unió con el líder, todos ellos pudieron elegir nuevamente que papel jugar en la historia (por ende, en el presente) del país.
La negación de la realidad parece ser una marca registrada de la historia argentina. Esto se observa en forma colectiva e individual también. Ignorar el castigo propinado al propio cuerpo lejos está del martirio milenarista o la crucifixión heroica para convertirse en el punto más extremo de la enajenación.
Frente a ejemplos de líderes imbatibles en las urnas como Yrigoyen o Perón, el único indicador duro con respecto a Kirchner es que jamás pudo ganar una elección fuera de su patria chica, Santa Cruz (denominación más que apropiada para enmarcar los argumentos que expondré a continuación).
¿Cómo explicar entonces la influencia que el ex presidente alcanzó en amplios sectores que no necesariamente lo acompañaron en sus aventuras electorales?
Néstor Kirchner sostuvo su liderazgo en una suma de iniciativas políticas y económicas (la renovación de la Corte, la política de DD.HH., la renegociación de la deuda etc.) combinadas con un sentido patrimonialista del Estado que encontró en el PJ el mejor instrumento para la reconstitución del poder en un país que salía como podía de la crisis del 2001.
Pero no fue sólo la política. Como en una suerte de relato bíblico, Néstor Kirchner construyó el cemento de su ascendiente social ofreciendo a sus seguidores una absolución automática por los errores pasados. Repitió –una y otra vez- que los argentinos no habíamos sido responsables de la violencia de los setenta, ni del neoliberalismo de los noventa, ni del desbarajuste del 2001. Nada de eso fue producto de nuestras malas decisiones y miserias como sociedad, sino el fruto de una conspiración de actores externos (el FMI primero) y sus malvados representantes en nuestro país.
Esa forma de indulgencia -eludiendo aprendizajes y autocríticas- resultó ser, nuevamente, el camino elegido para poder seguir adelante, libres de viejos pecados y prestos para volver a cometer los mismos errores que nos condenan a esta suerte de eterna repetición que es la vida política del país.
A diferencia del Cristo original, Néstor Kirchner no cargó con nuestros pecados para pagar por ellos. Por el contrario, esa operación de redención colectiva fue una estrategia necesaria para ser –al mismo tiempo- él mismo el verdadero objeto de perdón. Como todos los caudillos provinciales –y él fue uno de sus más altos exponentes- poseía un pasado contradictorio, incluso impropio, para el nuevo discurso que deseaba imponerle al Estado bajo su mando.
Por ello Kirchner hizo de la interpelación del pasado el motor simbólico de su poder. La salida de la crisis no estaba en elaborar políticas en pos de un futuro que –como todo futuro- debía ser necesariamente incierto. Las sociedades golpeadas y empobrecidas odian la incertidumbre. Por eso la receta kirchnerista fue simple y exitosa: convocar al pasado y hacerlo presente para –ilusamente- intentar cambiar el rumbo de los acontecimientos que nos llevaron a los sucesivos fracasos. Buscar en la repetición, en la certeza de lo conocido, una imposible segunda oportunidad.
Así el discurso kirchnerista propuso rescribir el pasado para que cada uno pudiera elegir que lugar querría ocupar en él. Y esto logró la entusiasta adhesión de importantes actores sociales: De este modo actrices de opereta devinieron en luchadoras sociales; oscuros testaferros en prósperos financistas; jugadores y dirigentes deportivos -socios (y cómplices) de todos los gobiernos- se convirtieron en personajes transgresores; guionistas teatrales y de TV en historiadores profesionales y panelistas de programas de chismes y relatores de fútbol en finos intelectuales.
Madres de la plaza se transformaron en exitosas empresarias inmobiliarias y exitosos empresarios inmobiliarios durante la dictadura se convirtieron en héroes de la resistencia contra los militares. Por supuesto, burócratas sindicales, intendentes eternos y políticos de lista sábana (menemista, duhaldista o la que sea) pudieron gritar sin vergüenzas su adhesión total a la renovación de la política. Como en aquellos libros infantiles (“Elige tu propia aventura”) por medio de este pacto que los unió con el líder, todos ellos pudieron elegir nuevamente que papel jugar en la historia (por ende, en el presente) del país.
La negación de la realidad parece ser una marca registrada de la historia argentina. Esto se observa en forma colectiva e individual también. Ignorar el castigo propinado al propio cuerpo lejos está del martirio milenarista o la crucifixión heroica para convertirse en el punto más extremo de la enajenación.
1 comentario:
La nota es muy inteligente. Encuentro de especial interés la absolución ofrecida por Kirchner como mecanismo de popularidad. Creo que sintoniza bien con un rasgo argentino, pero también latinoamericano, que es no hacerse responsable por uno mismo, ni por el conjunto social. Adjudicar la culpa al "enemigo" es un recurso del que el peronismo ha abusado, pero que ahora, por ejemplo, Chávez usa mucho.
Reconozcamos también que el trasvestismo que se señala en los diversos actores pertenece al ser nacional, trátese o no de peronistas. A ese ser nacional le es igualmente propia esa extraña relación de fascinación con los muertos, que parecen transfigurarse al morir. Perón y Eva en el santuario peronista, para comenzar. Pero en los últimos años, el Che reivindicado. Y, por cierto, a Maradona, uno de estos días le aguarda la apoteosis definitiva. Kirchner ya gozó de la suya. Ojalá que la de Cristina no se haga esperar.
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