El intento de golpe de Estado perpetrado días atrás en Ecuador debe llevar a realizar algunas reflexiones. Estas reflexiones, necesariamente, debían ser posteriores a los hechos ya que, mientras estos se están desarrollando, solo hay lugar para exigir la inmediata vuelta del orden constitucional.
Ahora bien, pasados los tiros y las sobreactuaciones, es preciso pensar críticamente porqué ocurren estas cosas en Venezuela, Ecuador y Honduras (y no en Brasil, Uruguay y Chile). Argentina también podría incluirse en este último grupo aunque es notorio que los K desearían que les ocurriera algo como lo acontecido en Ecuador. Les encantaría encarnar un nuevo día de la lealtad y confirmar así las fantasías destituyentes.
En busca de la victimización que los perpetúe en el poder, han tratado de convertir a la Mesa de Enlace, la prensa, la oposición y ahora a la Corte, en la reencarnación misma de los golpistas del pasado. Sin embargo, para desgracia de los K, estos intentos no han logrado recordarnos la espectacularidad de militares en uniformes verde oliva, con la cara pintada y disparando a mansalva.
Es importante remarcar que, en ninguno de los países con problemas de estabilidad política se han producido cambios estructurales en la distribución del poder y de la economía, mucho menos, soviets, democracia directa o algún novedoso mecanismo de decisionismo masivo. La reducción de la pobreza –que en algunos casos efectivamente ha existido- no puede considerarse como un proceso revolucionario en si mismo (si así fuera todos en América Latina serían hoy gobernantes revolucionarios, hasta el mismo Uribe) sobre todo, cuando persiste o ha aumentado, la desigualdad.
Sin dudas, la única revolución que han realizado estos líderes ha sido en el plano de lo discursivo, lo cual, debe admitirse, no es una cuestión menor. Flavia Freidenberg, ha escrito un excelente libro sobre el populismo y los populistas en América Latina. Lejos de la tendencia celebratoria de nuestros caudillos posmodernos por parte de lucidos publicistas como Laclau y su consorte, Freidenberg busca una aproximación explicativa en formato comparativo definiendo al populismo –centralmente- como un estilo de liderazgo.
Este liderazgo populista posee algunas características comunes que unen experimentos sociales y liderazgos políticos muy distintos -en tiempo y espacio- y también en ideas y acciones. Estos populistas construyen una relación directa, personalista y paternalista con sus seguidores, donde el líder no reconoce mediaciones organizativas o institucionales en su accionar. El líder habla en nombre del pueblo y potencia discursivamente la oposición de éste con “los otros”, a quienes acusa de las frustraciones que el país ha venido sufriendo hasta su llegada reveladora.
A la vez, sus seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del líder y creen que gracias a ellas y –por supuesto, por el intercambio clientelar (material y simbólico)- conseguirán mejorar su situación personal y la de su entorno directo. El trabajo de Freidenberg logra presentar una radiografía precisa de los populismos, desde aquellos tempranos, de las primeras décadas del siglo XX hasta los de nuestros días, pasando por los clásicos (Perón, Vargas etc.) y los neo populismos (Menem, Fujimori).
Analizando los liderazgos actuales se puede observar que –a diferencia de los neopopulistas de los noventa- han retomado un accionar propio de los populismos clásicos. Esto es, construir un discurso legitimador de su poder en términos identitarios y escencialistas. Y esto se aplica en forma radical, es "ellos" o "nosotros".
Al mismo tiempo que azuzan las identidades en conflicto, destruyen todo tipo de institucionalidad formal –incluso dentro de sus partidos- con cierta capacidad de accountability vertical. Los líderes carismáticos consideran cualquier institución republicana destinada al control o limitación del poder un freno a los intereses del pueblo y de la verdad histórica (que, obviamente, ellos encarnan).
Sin embargo se enfrentan a un dilema difícil de solucionar. Al convocar a sus partidarios a un combate cruzado contra un enemigo con el que se cuestionan sus propias identidades, el resultado debe ser necesariamente, matar o morir, ya que nadie negocia partes de su propia existencia o identidad. Por esto mismo resulta difícil que quien pierda reconozca amigablemente su derrota (esto implicaría cuestionar su propia existencia).
Los grupos que se enfrentan al poder se sienten en desventaja frente al uso arbitrario –cuando no ilegal- del Estado como herramienta política en su contra (cambio de reglas electorales o fraude, reelecciones indefinidas, financiamiento ilegal de la política, presión sobre la justicia y la prensa, corrupción etc.). Así, comienzan a plantearse otras formas de cambiar al gobierno que no son las legales ni las legítimas (las elecciones) y vemos espectaculos como los ofrecidos por los policias ecuatorianos, los militares hondureños o los empresarios venezolanos de Fedecamaras.
Paradójicamente, los líderes populistas como Correa, Zelaya y Chávez son presas de su “éxito”: Al haber destruido toda institucionalidad formal, no existe un espacio para procesar los conflictos y menos para resolverlos con la aceptación de los actores que confrontan. El enfrentamiento directo parece entonces la única salida para dirimir efectivamente quien gana y quien pierde. Ahí nuestros carismáticos líderes descubren que las insituciones que desmontaron para no ser controlados eran necesarias también para legitimarlos, defenderlos y dotar de estabilidad al sistema.
Eso lo aprendió -tardíamente- pero muy bien aprendido, el mismo General Perón. En los 70 intentó apostar a un bipartidismo cooperativo, a un acuerdo social con obreros y empresarios y dejo de lado sus enfrentamientos con la Iglesia y los medios de comunicación que habían caracterizado su primera presidencia. Sus herederos no entendieron la lección y así nos fue.
En Argentina la renovada independencia de la Corte Suprema es una buena noticia ya que sin ella apenas quedaba una sóla institución que era reconocida como espacio legitimo para darle solución pacífica al enfrentamiento político: las elecciones. Conociendo la historia K (testimoniales, colectoras, fraudes, clientelismo, valijas viajeras etc.) no es aventurado pensar que es muy poco para conducir sin sobresaltos al recambio presidencial del 2011.
Ahora bien, pasados los tiros y las sobreactuaciones, es preciso pensar críticamente porqué ocurren estas cosas en Venezuela, Ecuador y Honduras (y no en Brasil, Uruguay y Chile). Argentina también podría incluirse en este último grupo aunque es notorio que los K desearían que les ocurriera algo como lo acontecido en Ecuador. Les encantaría encarnar un nuevo día de la lealtad y confirmar así las fantasías destituyentes.
En busca de la victimización que los perpetúe en el poder, han tratado de convertir a la Mesa de Enlace, la prensa, la oposición y ahora a la Corte, en la reencarnación misma de los golpistas del pasado. Sin embargo, para desgracia de los K, estos intentos no han logrado recordarnos la espectacularidad de militares en uniformes verde oliva, con la cara pintada y disparando a mansalva.
Es importante remarcar que, en ninguno de los países con problemas de estabilidad política se han producido cambios estructurales en la distribución del poder y de la economía, mucho menos, soviets, democracia directa o algún novedoso mecanismo de decisionismo masivo. La reducción de la pobreza –que en algunos casos efectivamente ha existido- no puede considerarse como un proceso revolucionario en si mismo (si así fuera todos en América Latina serían hoy gobernantes revolucionarios, hasta el mismo Uribe) sobre todo, cuando persiste o ha aumentado, la desigualdad.
Sin dudas, la única revolución que han realizado estos líderes ha sido en el plano de lo discursivo, lo cual, debe admitirse, no es una cuestión menor. Flavia Freidenberg, ha escrito un excelente libro sobre el populismo y los populistas en América Latina. Lejos de la tendencia celebratoria de nuestros caudillos posmodernos por parte de lucidos publicistas como Laclau y su consorte, Freidenberg busca una aproximación explicativa en formato comparativo definiendo al populismo –centralmente- como un estilo de liderazgo.
Este liderazgo populista posee algunas características comunes que unen experimentos sociales y liderazgos políticos muy distintos -en tiempo y espacio- y también en ideas y acciones. Estos populistas construyen una relación directa, personalista y paternalista con sus seguidores, donde el líder no reconoce mediaciones organizativas o institucionales en su accionar. El líder habla en nombre del pueblo y potencia discursivamente la oposición de éste con “los otros”, a quienes acusa de las frustraciones que el país ha venido sufriendo hasta su llegada reveladora.
A la vez, sus seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del líder y creen que gracias a ellas y –por supuesto, por el intercambio clientelar (material y simbólico)- conseguirán mejorar su situación personal y la de su entorno directo. El trabajo de Freidenberg logra presentar una radiografía precisa de los populismos, desde aquellos tempranos, de las primeras décadas del siglo XX hasta los de nuestros días, pasando por los clásicos (Perón, Vargas etc.) y los neo populismos (Menem, Fujimori).
Analizando los liderazgos actuales se puede observar que –a diferencia de los neopopulistas de los noventa- han retomado un accionar propio de los populismos clásicos. Esto es, construir un discurso legitimador de su poder en términos identitarios y escencialistas. Y esto se aplica en forma radical, es "ellos" o "nosotros".
Al mismo tiempo que azuzan las identidades en conflicto, destruyen todo tipo de institucionalidad formal –incluso dentro de sus partidos- con cierta capacidad de accountability vertical. Los líderes carismáticos consideran cualquier institución republicana destinada al control o limitación del poder un freno a los intereses del pueblo y de la verdad histórica (que, obviamente, ellos encarnan).
Sin embargo se enfrentan a un dilema difícil de solucionar. Al convocar a sus partidarios a un combate cruzado contra un enemigo con el que se cuestionan sus propias identidades, el resultado debe ser necesariamente, matar o morir, ya que nadie negocia partes de su propia existencia o identidad. Por esto mismo resulta difícil que quien pierda reconozca amigablemente su derrota (esto implicaría cuestionar su propia existencia).
Los grupos que se enfrentan al poder se sienten en desventaja frente al uso arbitrario –cuando no ilegal- del Estado como herramienta política en su contra (cambio de reglas electorales o fraude, reelecciones indefinidas, financiamiento ilegal de la política, presión sobre la justicia y la prensa, corrupción etc.). Así, comienzan a plantearse otras formas de cambiar al gobierno que no son las legales ni las legítimas (las elecciones) y vemos espectaculos como los ofrecidos por los policias ecuatorianos, los militares hondureños o los empresarios venezolanos de Fedecamaras.
Paradójicamente, los líderes populistas como Correa, Zelaya y Chávez son presas de su “éxito”: Al haber destruido toda institucionalidad formal, no existe un espacio para procesar los conflictos y menos para resolverlos con la aceptación de los actores que confrontan. El enfrentamiento directo parece entonces la única salida para dirimir efectivamente quien gana y quien pierde. Ahí nuestros carismáticos líderes descubren que las insituciones que desmontaron para no ser controlados eran necesarias también para legitimarlos, defenderlos y dotar de estabilidad al sistema.
Eso lo aprendió -tardíamente- pero muy bien aprendido, el mismo General Perón. En los 70 intentó apostar a un bipartidismo cooperativo, a un acuerdo social con obreros y empresarios y dejo de lado sus enfrentamientos con la Iglesia y los medios de comunicación que habían caracterizado su primera presidencia. Sus herederos no entendieron la lección y así nos fue.
En Argentina la renovada independencia de la Corte Suprema es una buena noticia ya que sin ella apenas quedaba una sóla institución que era reconocida como espacio legitimo para darle solución pacífica al enfrentamiento político: las elecciones. Conociendo la historia K (testimoniales, colectoras, fraudes, clientelismo, valijas viajeras etc.) no es aventurado pensar que es muy poco para conducir sin sobresaltos al recambio presidencial del 2011.
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