En el anteúltimo número de la Revista Contraeditorial, el historiador Federico Lorenz presentó un análisis crítico sobre la posición que Beatriz Sarlo adoptó en su debate con Horacio González, básicamente, relacionada con las formas, causas y resultados de la masiva movilización que acompañó los festejos oficiales del Bicentenario. En este artículo Lorenz deja varias puertas abiertas para el debate de las que me gustaría retomar algunas.
En los últimos años, al calor del cambio discursivo que produjo el Estado argentino con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia –en temas claves como DD.HH. o el rol del Estado en la economía- importantes grupos de intelectuales comenzaron a reflexionar y debatir sobre los tiempos actuales, inmediatos, confluyendo con el discurso estatal en la consideración de la etapa abierta a partir del año 2003 como un quiebre en la historia reciente del país.
La activa presencia del discurso estatal en la esfera pública sirvió como base para que estas pretensiones no quedaran en una mera expresión de deseos. La voz del Estado no solo implica la producción de imágenes y símbolos -como bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar- también posee su equivalente político/práctico, lo que en otras épocas podría haberse llamado los aparatos ideológicos del Estado.
Por ejemplo, programas en los ministerios, subsidios cinematográficos, presupuestos para becas de investigación, medios oficiales, publicidad oficial, cuantiosos fondos para secretarias de DD.HH. y organizaciones sociales adictas, promoción de determinados artistas etc. Toda una serie de recursos que se vuelcan hacia un lugar u otro –hacia unas personas u otras- en función de su coincidencia con los postulados que el Estado enuncia.
Frente a esta operación desde el poder, la intelectualidad –sobre todo la universitaria - ha encontrado un desafío al que le ha sido complicado responder. ¿Qué actitud tomar ante un Estado que enuncia discursivamente –aunque no necesariamente en la práctica- lo que muchos sectores progresistas piensan? ¿Cómo plantarse ante un discurso emanado desde el poder que retoma muchas de las caracterizaciones sostenidas por los organismos de DD.HH. y quienes se resistieron a las políticas de “reconciliación” y ajuste de los años noventa?
En general una gran parte de estos grupos (por ejemplo Carta Abierta) han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso del Estado. Esto se ha traducido en su incorporación a los espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, etc.
Sin embargo, esta posición funcional a las necesidades del poder, no ha sido admitida abiertamente. Se podría decir que –con algunas excepciones como Ricardo Foster, Horacio González o Edgardo Mocca- ha predominado lo que se podría denominar un kirchnerismo de baja intensidad.
En los últimos años, al calor del cambio discursivo que produjo el Estado argentino con la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia –en temas claves como DD.HH. o el rol del Estado en la economía- importantes grupos de intelectuales comenzaron a reflexionar y debatir sobre los tiempos actuales, inmediatos, confluyendo con el discurso estatal en la consideración de la etapa abierta a partir del año 2003 como un quiebre en la historia reciente del país.
La activa presencia del discurso estatal en la esfera pública sirvió como base para que estas pretensiones no quedaran en una mera expresión de deseos. La voz del Estado no solo implica la producción de imágenes y símbolos -como bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar- también posee su equivalente político/práctico, lo que en otras épocas podría haberse llamado los aparatos ideológicos del Estado.
Por ejemplo, programas en los ministerios, subsidios cinematográficos, presupuestos para becas de investigación, medios oficiales, publicidad oficial, cuantiosos fondos para secretarias de DD.HH. y organizaciones sociales adictas, promoción de determinados artistas etc. Toda una serie de recursos que se vuelcan hacia un lugar u otro –hacia unas personas u otras- en función de su coincidencia con los postulados que el Estado enuncia.
Frente a esta operación desde el poder, la intelectualidad –sobre todo la universitaria - ha encontrado un desafío al que le ha sido complicado responder. ¿Qué actitud tomar ante un Estado que enuncia discursivamente –aunque no necesariamente en la práctica- lo que muchos sectores progresistas piensan? ¿Cómo plantarse ante un discurso emanado desde el poder que retoma muchas de las caracterizaciones sostenidas por los organismos de DD.HH. y quienes se resistieron a las políticas de “reconciliación” y ajuste de los años noventa?
En general una gran parte de estos grupos (por ejemplo Carta Abierta) han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso del Estado. Esto se ha traducido en su incorporación a los espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, etc.
Sin embargo, esta posición funcional a las necesidades del poder, no ha sido admitida abiertamente. Se podría decir que –con algunas excepciones como Ricardo Foster, Horacio González o Edgardo Mocca- ha predominado lo que se podría denominar un kirchnerismo de baja intensidad.
Esta ambigüedad política les permitió abrirse camino en los espacios estatales (y sus recursos), pero eludiendo el compromiso directo. De todos modos, resulta claro que gran parte del discurso emanado desde el Estado es construido y legitimado socialmente por estos sectores intelectuales más allá que ellos no se hagan cargo abiertamente de esta situación.
Volviendo a la discusión provocada por la intervención de Beatríz Sarlo en TN, en ella se observa que la ensayista toma una clara posición contraria al discurso emanado desde el poder. En cambio, la posición de Lorenz (y su respuesta) es difusa –cuando no confusa- y tiende a eludir la crítica política al gobierno enmascarándola en conceptos ambiguos (y poco apropiados para análisis sociales), como “alegría” o “fiesta”.
Es difícil conceptualizar la idea de “alegría” o “fiesta” para debatir acerca de ellas. La construcción y definición de conceptos es importante porque permiten comunicar a quienes discuten. Conceptos que incluyen la carga de subjetividad que poseen los mencionados, impiden debatirlos. Pero esto no es casual. La “alegría” y la “fiesta” de Lorenz son un eufemismo que evita nombrar la palabra maldita: el nacionalismo.
Haciendo este simple cambio -“alegría/fiesta” por nacionalismo- la crítica de Sarlo aparece más que acertada. Se refiere, no al supuesto estado de ánimo de la población, circunstancia difícil de mensurar, sino al uso del nacionalismo como herramienta de movilización y como constructor de legitimidades estatales.
Como bien lo grafica con los ejemplos utilizados (Mundial 78-Malvinas), esto ha servido a lo largo de la historia reciente de nuestro país (y en muchos otros por supuesto), como una herramienta que –lejos de aportar a la construcción de sociedades más justas- ha colaborado en consolidar la dominación de los sectores más poderosos, acallando las disidencias y fortaleciendo el control del Estado sobre la sociedad civil.
En este punto Sarlo adopta una perspectiva crítica en la construcción histórica del poder al mismo tiempo que Lorenz -a pesar de los artificios linguistico- renuncia a esto. Lorenz pone el énfasis en la importancia de los supuestos estados de ánimo populares como elementos fundantes de ordenes políticos más justos (“la alegría también puede ser partera de la historia”).
Esta operación discursiva se acerca a las ideas más vetustas del populismo clásico, fundadas en la supuesta “felicidad” popular como objetivo organizador de la sociedad. Esto se encuentra en abierta contraposición con las ideas más progresistas referidas a una ciudadanía sostenida en el respeto a la ley como base de la igualdad social. Esto se refuerza cuando Lorenz menciona despectivamente a “quienes han estado demasiado ocupados en consolidar las instituciones desde 1984”, como si esto fuera una tarea menor en la construcción de un régimen democrático.
Las ideas de “alegría” y “fiesta” entonces no son originales ni pertenecen con exclusividad al kirchnerismo ni a sus publicistas. Haciendo una revisión rápida se puede recordar la apelación a la “Fiesta de todos” para describir la algarabía que supuso la obtención de la copa de futbol en 1978 o la campaña menemista “Vuelve la alegría” (incluso para los chicos ricos que tienen tristeza) o, por la negativa, con el recordado “dicen que soy aburrido”.
La confusión en el discurso de Lorenz muestra la dificultad para posicionarse frente al lugar y el discurso del Estado. Más allá de coincidencias, más o menos coyunturales, los intelectuales deberían mantener una actitud crítica frente al poder, aun cuando este retome algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones, sobre todo, cuando éste retoma algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones.
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