El sábado pasado, en un concierto realizado en la cancha de River Plate, se despidió la banda Los Piojos, una de las de mayor convocatoria del país, como lo demuestran las 70.000 personas que concurrieron al evento.
El concierto fue transmitido en directo por TN y largamente comentado por la prensa escrita y televisiva de los días posteriores. La cobertura periodística mostró la desmesura clásica que rodea los actos multitudinarios, mezcla de auto referencialidad y chauvinismo, propias del discurso de exaltación de la extraordinariedad argentinista que supimos conseguir.
Nadie duda de la importancia que posee en la construcción de la personalidad adolescente y post adolescente, la identificación con grupos musicales y artistas de cine y TV. Tampoco me corresponde evaluar la mayor o menor pertinencia del gusto ajeno sobre el cual, como es sabido, no hay nada escrito. Sin embargo, me parece necesario presentar opiniones que rompan este marco celebratorio excesivo y poner algunas cosas en su lugar.
Es innegable el alto impacto que esta banda, oriunda de El Palomar, tuvo en amplios sectores juveniles (y no tanto). Sin embargo, tampoco es exagerado afirmar que su aporte, en términos estrictamente musicales, se reduce a algunos hits más o menos celebrados y, posiblemente, efímeros. Los Piojos no es una banda de eximios músicos que rompió conceptos o innovó en la estructura del género, marcando con su existencia un antes y un después.
Si construyéramos un continuo de calidad e innovación en esta dirección musical, en un extremo, sin duda, estarían Los Redonditos de Ricota, como la banda que verdaderamente marcó un punto de quiebre en materia musical y poética. En el extremo opuesto, también sin dudar, se ubicarían los Callejeros, como la copia banal y degradada del modelo original.
En el medio, entre ambos extremos, más cerca de uno u otro, se colocan la mayoría de las bandas de la escena rock contemporánea, la 25, Jóvenes Pordioseros, Intoxicados, La Renga, Bersuit, Las pastillas del abuelo, Hijos del Oeste, 2 Minutos, Los Gardelitos y un largo etcétera. Los Piojos integran también ese colectivo, otorgándoles a su favor, sin duda, que se encuentran más cerca del extremo ricotero que del patetismo callejero.
Ahora bien, hay algo que todos estos grupos mantienen como una seña identitaria común y que se desprende de la tradición ricotera de adoración a “las bandas”, forma de llamar al público que los sigue habitualmente sin tener que decirles “público”. Frente a la existencia de sectores cada vez más numerosos de jóvenes en proceso de empobrecimiento económico, social y cultural, los músicos de esta tradición rockera agudizaron la identificación con el público y cambiaron su propia responsabilidad de liderazgo, por un igualitarismo populista que, llevado al extremo, sólo podía terminar en Cromagnon.
Por esto, nadie se banca ser público. El lugar de público como alguien que absorbe lo que produce el artista desde un lugar de cierta “pasividad” (que no significa ausencia de goce ni inmovilidad), es rechazado, estigmatizado, como ocurre en las canchas de futbol entre las tribunas y plateas. Todos tenemos derecho a ser protagonistas del show. Si el concierto es lejos, llueve, nieva o graniza, mejor aun. El sufrimiento y el sudor vertido por la adhesión a la causa, coloca a “las bandas” en un lugar de diferencia con respecto al otro y, también, construye una exigencia indirecta hacia el mismo artista, convertido ahora en un permanente espectador y adulador de sus seguidores.
Estos grupos ya no ponen la música por delante para relacionarse (y a la vez diferenciarse) con el público. Lo que vale es el llamado “ritual”, donde músicos y público se vuelven uno solo (público) y donde el artista pierde parte del monopolio del show y cierta condición de liderazgo o responsabilidad y se deja arrastrar por la marea de intensidad y lumpenazgo que, pasa a convertirse así, en el “verdadero” protagonista. El show ya no tiene lugar exclusivamente en el escenario, sino en la “monada”, en las banderas, en los cánticos, en seguir a la banda a todas partes o en tirar bengalas.
Esta perversa aceptación de parte del artista de renunciar a su “poder” sobre el show, es lo que lo legitima frente a “las bandas” y lo que le permite construir el discurso sobre la existencia de una comunidad horizontal única y especial, por ejemplo, “los piojosos”. Pero no todo es pérdida o renuncia. A cambio, los músicos perciben las pingues ganancias de los multitudinarios conciertos. El sábado pasado, en la cancha de River, los millonarios no fueron únicamente los de la banda roja. Allí, se juntaron 70.000 personas que pagaron 50 U$S de promedio cada una, más lo recaudado en concepto de derechos de TV y publicidad. Una buena cifra para seguir siendo espectadores e independientes.
El concierto fue transmitido en directo por TN y largamente comentado por la prensa escrita y televisiva de los días posteriores. La cobertura periodística mostró la desmesura clásica que rodea los actos multitudinarios, mezcla de auto referencialidad y chauvinismo, propias del discurso de exaltación de la extraordinariedad argentinista que supimos conseguir.
Nadie duda de la importancia que posee en la construcción de la personalidad adolescente y post adolescente, la identificación con grupos musicales y artistas de cine y TV. Tampoco me corresponde evaluar la mayor o menor pertinencia del gusto ajeno sobre el cual, como es sabido, no hay nada escrito. Sin embargo, me parece necesario presentar opiniones que rompan este marco celebratorio excesivo y poner algunas cosas en su lugar.
Es innegable el alto impacto que esta banda, oriunda de El Palomar, tuvo en amplios sectores juveniles (y no tanto). Sin embargo, tampoco es exagerado afirmar que su aporte, en términos estrictamente musicales, se reduce a algunos hits más o menos celebrados y, posiblemente, efímeros. Los Piojos no es una banda de eximios músicos que rompió conceptos o innovó en la estructura del género, marcando con su existencia un antes y un después.
Si construyéramos un continuo de calidad e innovación en esta dirección musical, en un extremo, sin duda, estarían Los Redonditos de Ricota, como la banda que verdaderamente marcó un punto de quiebre en materia musical y poética. En el extremo opuesto, también sin dudar, se ubicarían los Callejeros, como la copia banal y degradada del modelo original.
En el medio, entre ambos extremos, más cerca de uno u otro, se colocan la mayoría de las bandas de la escena rock contemporánea, la 25, Jóvenes Pordioseros, Intoxicados, La Renga, Bersuit, Las pastillas del abuelo, Hijos del Oeste, 2 Minutos, Los Gardelitos y un largo etcétera. Los Piojos integran también ese colectivo, otorgándoles a su favor, sin duda, que se encuentran más cerca del extremo ricotero que del patetismo callejero.
Ahora bien, hay algo que todos estos grupos mantienen como una seña identitaria común y que se desprende de la tradición ricotera de adoración a “las bandas”, forma de llamar al público que los sigue habitualmente sin tener que decirles “público”. Frente a la existencia de sectores cada vez más numerosos de jóvenes en proceso de empobrecimiento económico, social y cultural, los músicos de esta tradición rockera agudizaron la identificación con el público y cambiaron su propia responsabilidad de liderazgo, por un igualitarismo populista que, llevado al extremo, sólo podía terminar en Cromagnon.
Por esto, nadie se banca ser público. El lugar de público como alguien que absorbe lo que produce el artista desde un lugar de cierta “pasividad” (que no significa ausencia de goce ni inmovilidad), es rechazado, estigmatizado, como ocurre en las canchas de futbol entre las tribunas y plateas. Todos tenemos derecho a ser protagonistas del show. Si el concierto es lejos, llueve, nieva o graniza, mejor aun. El sufrimiento y el sudor vertido por la adhesión a la causa, coloca a “las bandas” en un lugar de diferencia con respecto al otro y, también, construye una exigencia indirecta hacia el mismo artista, convertido ahora en un permanente espectador y adulador de sus seguidores.
Estos grupos ya no ponen la música por delante para relacionarse (y a la vez diferenciarse) con el público. Lo que vale es el llamado “ritual”, donde músicos y público se vuelven uno solo (público) y donde el artista pierde parte del monopolio del show y cierta condición de liderazgo o responsabilidad y se deja arrastrar por la marea de intensidad y lumpenazgo que, pasa a convertirse así, en el “verdadero” protagonista. El show ya no tiene lugar exclusivamente en el escenario, sino en la “monada”, en las banderas, en los cánticos, en seguir a la banda a todas partes o en tirar bengalas.
Esta perversa aceptación de parte del artista de renunciar a su “poder” sobre el show, es lo que lo legitima frente a “las bandas” y lo que le permite construir el discurso sobre la existencia de una comunidad horizontal única y especial, por ejemplo, “los piojosos”. Pero no todo es pérdida o renuncia. A cambio, los músicos perciben las pingues ganancias de los multitudinarios conciertos. El sábado pasado, en la cancha de River, los millonarios no fueron únicamente los de la banda roja. Allí, se juntaron 70.000 personas que pagaron 50 U$S de promedio cada una, más lo recaudado en concepto de derechos de TV y publicidad. Una buena cifra para seguir siendo espectadores e independientes.
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