Japón está lejos. Es una obviedad decirlo, aun en este blog. Sin embargo esa lejanía se hace real cuando el viaje se va volviendo interminable. Para embarcar hubo que estar en Ezeiza un poco más de 2 horas antes del despegue. Luego, 14 horas de vuelo hasta Sydney. Ahí, 4 horas de espera para el transbordo y –finalmente- 10 horas (!!!) más hasta Tokio. 30 horas en total. En mi caso, se le suman un par más ya que, desde el Aeropuerto de Narita, fui directo a la ciudad de Kyoto.
Algunas cosas para destacar. Pasar por encima del Polo sur. El hielo se observa perfectamente desde el avión, como si la altura de vuelo fuese menor en esa parte del trayecto. Otra cosa destacable es que, en la misma clase turista, cada asiento tiene una pantalla donde puede ver películas, conciertos, una biblioteca de CD´s, noticieros, documentales y juegos (tetris, solitario, ajedrez etc.). En las treinta horas vi tres películas, un concierto de Mark Knopler y uno de Lady Gaga.
Algunas cosas para destacar. Pasar por encima del Polo sur. El hielo se observa perfectamente desde el avión, como si la altura de vuelo fuese menor en esa parte del trayecto. Otra cosa destacable es que, en la misma clase turista, cada asiento tiene una pantalla donde puede ver películas, conciertos, una biblioteca de CD´s, noticieros, documentales y juegos (tetris, solitario, ajedrez etc.). En las treinta horas vi tres películas, un concierto de Mark Knopler y uno de Lady Gaga.
La llegada al aeropuerto de Tokio (Narita) es la entrada un mundo diferente y que -además- con treinta horas de avión encima, hace más complejo el proceso de adaptación. Cargando mi valija y el portatraje, con los músculos aun medio entumecidos del largo viaje, el panorama es fuerte: Mucha gente, centenares de escolares sentados en el piso, profesores con megáfonos, letras japonesas por todos lados, muchas luces y carteles publicitarios… o no, quien puede saberlo. Un sistema de audio con voces femeninas me recuerdan levemente al mundo de Blade Runner.
Quizás la experiencia más novedosa de aquellos primeros momentos haya sido la de convertirse en parte de una minoría racial claramente diferenciada del resto. Aun viviendo en Salamanca o Ámsterdam, incluso viajando por Moscu o Sicilia, siempre tuve una ventaja: si no hablaba, -no sólo parecía más inteligente- además pasaba como un habitante del lugar. En Japón no. La diferencia esta expuesta a simple vista. Y eso es una sensación difícil de explicar.
La sensación de extrañamiento, sin embargo, no dura demasiado. De a poco el espacio comienza a volverse un poco más familiar. Japón es un país amigable. La gente es de una cortesía y respeto que resulta difícil de comprender. La reverencia es casi una forma obligada de relacionamiento. Incluso, el periodista que conduce el noticiero por TV, al comienzo de su intervención y luego, antes de la pausa, inclina notoriamente la cabeza.
El inspector del tren apenas entra al vagón hace una reverencia, lo mismo la chica que vende los sándwiches, aunque este pasando por el vagón sin su carrito. Ante cada compra, consulta, al ceder el paso o bajar del ascensor, los japoneses saludan atentamente, con una sonrisa y una leve inclinación de la cabeza.
A diferencia de Moscú -donde la señalética es exasperadamente limitada, muy pocos hablan inglés y encima el alfabeto cirílico reina en calles, estaciones de subte y comercios, en Japón todo es al revés. Anuncios, carteles, mapas, avisos, todo está traducido al inglés. Además, abundan las oficinas de informaciones, todo se encuentra debidamente señalado, en su lugar y horario. Si bien tampoco abundan los bilingües – de hecho muy poca gente parece hablarlo o comprenderlo- intentan ayudarte de cualquier modo y –finalmente- mediante señas, sonidos gestos, logras entenderte. Para perderse hay que estar muy desorientado.
Llegando a la estación de Kyoto, me informan que estoy lejos del hotel, pero que en el subte llego en 20 minutos. Y así es, a pesar de los miles de carteles, avisos, comercios y personas que pululan por el subte, todo comienza a volverse extrañamente friendly. En la calle veo una especie de “homenajes" a íconos del cómic japonés de mi niñez. Entre ellos a Astroboy y otro a Kimba, el león blanco.
Quizás la experiencia más novedosa de aquellos primeros momentos haya sido la de convertirse en parte de una minoría racial claramente diferenciada del resto. Aun viviendo en Salamanca o Ámsterdam, incluso viajando por Moscu o Sicilia, siempre tuve una ventaja: si no hablaba, -no sólo parecía más inteligente- además pasaba como un habitante del lugar. En Japón no. La diferencia esta expuesta a simple vista. Y eso es una sensación difícil de explicar.
La sensación de extrañamiento, sin embargo, no dura demasiado. De a poco el espacio comienza a volverse un poco más familiar. Japón es un país amigable. La gente es de una cortesía y respeto que resulta difícil de comprender. La reverencia es casi una forma obligada de relacionamiento. Incluso, el periodista que conduce el noticiero por TV, al comienzo de su intervención y luego, antes de la pausa, inclina notoriamente la cabeza.
El inspector del tren apenas entra al vagón hace una reverencia, lo mismo la chica que vende los sándwiches, aunque este pasando por el vagón sin su carrito. Ante cada compra, consulta, al ceder el paso o bajar del ascensor, los japoneses saludan atentamente, con una sonrisa y una leve inclinación de la cabeza.
A diferencia de Moscú -donde la señalética es exasperadamente limitada, muy pocos hablan inglés y encima el alfabeto cirílico reina en calles, estaciones de subte y comercios, en Japón todo es al revés. Anuncios, carteles, mapas, avisos, todo está traducido al inglés. Además, abundan las oficinas de informaciones, todo se encuentra debidamente señalado, en su lugar y horario. Si bien tampoco abundan los bilingües – de hecho muy poca gente parece hablarlo o comprenderlo- intentan ayudarte de cualquier modo y –finalmente- mediante señas, sonidos gestos, logras entenderte. Para perderse hay que estar muy desorientado.
Llegando a la estación de Kyoto, me informan que estoy lejos del hotel, pero que en el subte llego en 20 minutos. Y así es, a pesar de los miles de carteles, avisos, comercios y personas que pululan por el subte, todo comienza a volverse extrañamente friendly. En la calle veo una especie de “homenajes" a íconos del cómic japonés de mi niñez. Entre ellos a Astroboy y otro a Kimba, el león blanco.
Entre tantas cosas nuevas, comienza a aparecer la sensación que en definitiva, nada es distinto a lo conocido. Debajo de la superficialidad alfabética y los ojos rasgados, la vida occidental –como en Europa o Argentina- se mantiene intacta. Subte, hoteles, dólares, marcas internacionales, coca cola, Mc Donalds, Starbucks, mundial de futbol etc. Todo lo conocido está también ahí y se comienza a naturalizar lo que -apenas unos minutos antes- parecía excepcional.
De todos modos, es sólo un espejismo. Una suerte de estrategia inconciente para sentirse seguro en un lugar extraño. Con el correr de las horas aparece claramente que las cosas no son iguales. Japón le ha dado a la globalización de la estética, los valores y la producción occidental, su propia marca. Parecido, pero diferente.
De todos modos, es sólo un espejismo. Una suerte de estrategia inconciente para sentirse seguro en un lugar extraño. Con el correr de las horas aparece claramente que las cosas no son iguales. Japón le ha dado a la globalización de la estética, los valores y la producción occidental, su propia marca. Parecido, pero diferente.
(Escrito en el tren de Hiroshima a Kyoto 13/06/2010)
1 comentario:
Big in Japan...
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