La elección de autoridades de la Universidad de Buenos Aires volvió a mostrar la situación de crisis que atraviesa la institución académica más importante del país. La reelección de Rubén Hallú como Rector fue concretada en una forma muy similar a su primera elección, aunque en esta ocasión, la represión callejera y el intercambio de piedras le otorgaron un cariz aun más escandaloso.
Está situación, sin embargo, no es la causa de la crisis, más bien, una de sus más decadentes resultantes y cuyo origen se remonta a muchos años atrás. Esto ocurre por diversos motivos, entre ellos, porque la UBA se encuentra más ocupada en la tarea de sobrevivir a la asfixia presupuestaria producida por las políticas neoliberales, cuando no a intentos de vulnerar su autonomía y convertirla en una caja más del poder de turno.
Sin embargo y, sobre todo, también debe señalarse que la crisis se produce por la ausencia de responsabilidad política de un claustro de profesores que es señalado por el Estatuto universitario como el mayor responsable de los destinos de la Universidad. Hace tiempo que los profesores han perdido capacidad de generar consensos (entre ellos mismos y con los otros claustros) sobre la planificación de rumbos a mediano y largo plazo.
Sobre todo, se les debe criticar que han carecido de la lucidez necesaria para preservar algunos acuerdos básicos de la lucha facciosa, caracterizada por convertir la política interna en una selva donde todo vale para asegurarse los escasos recursos disponibles y evitar que otros los consigan.
La FUBA y sus socios son funcionales a esta situación. Pregonan una democracia en la que no creen y que sólo respetan cuando ganan, como durante la mediocre gestión de Jaim Echeverry. La intención de la conducción de la Federación estudiantil es llevar a la Universidad a un estado de crisis política permanente (cuanto peor mejor) con el fin de obtener algunos militantes más o un puñado de votos para partidos al borde de la desaparición a partir de la nueva ley electoral. Los profesores que quedaron afuera de la rosca dominante los utilizan temerariamente como fuerza de choque, para capitalizar el descontrol y obtener algún trozo de la torta que se le niega en las componendas tras bambalinas.
La Universidad se encuentra así presa de una guerra de intereses cortoplacistas decorados con relatos más o menos épicos, que se reproducen al margen de la realidad cotidiana que se observa en las aulas, centros de investigación y laboratorios, espacios donde aun se sostiene lo que queda del prestigio institucional ganado a través de la historia.
Pablo Alabarces, en un artículo publicado ayer en el Diario Crítica, lo primero que señala no son las características del proyecto que triunfó o los rasgos principales de las ideas alternativas. No hace un balance de la gestión del rector reelecto y mucho menos presenta las líneas que debiera seguir una Universidad en el siglo XXI. La idea más importante que se desprende del artículo en cuestión es la preocupación por el qué dirán los medios y su frustración porque no muestran lo que él considera lo importante o lo verdadero.
Esta visión, que el Kirchnerismo llevó a su máxima expresión en el país, pone el centro de gravedad de la vida política en los discursos mediáticos más que en la realidad política. Qué dirían Clarín y La Nación se pregunta Alabarces, como si esto fuera la fuente de toda existencia del problema político de la Universidad o al menos de su comprensión. En el mundo posmoderno, el relato es todo, la realidad nada.
Esta preocupación de Alabarces aparece combinada con otros elementos clásicos de los tiempos que corren. Primero la idea que la arbitrariedad es buena cuando coincide con lo que pienso y es mala cuando me perjudica. Así mientras se elogia la forma turbulenta en que se aprobó la ley de Medios, parece repudiable que “solo” el 60% de los delegados hayan votado por el Rector.
En segundo lugar propone una visión maniquea, (“Fuera de la Asamblea quedaron las facultades con mayor producción científica; adentro, las que tienen la mayor producción de negocios –contratos, asesorías, servicios, mineras, transgénicos”). Apoyando a la FUBA y sus socios sólo faltó nombrar a Milstein y Houssay, con los “otros”, a Menguele. Cuando el “otro” es un enemigo de esa calaña, todo es aceptable, hasta ir a reventar una asamblea universitaria con piedras y palos.
Lo cierto es que una política universitaria debería ser algo más que la discusión sobre cuantos consejeros le tocan a cada claustro, otra de las preocupaciones expuestas en el artículo de Alabarces. Sin embargo, la Universidad, como el país, se encuentra encallada en debates sin salida, atados a un pasado idealizado, con un alto grado de irrealidad y con un persistente deterioro.
El futuro ya llegó, mientras tanto, el status quo de la Universidad sigue aferrado al vetusto reformismo de 1918 y la FUBA y los suyos idealizan anacrónicamente un anticapitalismo anclado en 1917.
Afuera, en el mundo real, el cambio climático, la proliferación nuclear, las pandemias, la crisis financiera, el aumento de la pobreza y la exclusión, las migraciones, la multiculturalidad, los DD.HH, el salto tecnológico en todos los campos de la vida humana, son las nimiedades que reclaman políticas institucionales de largo aliento.
Está situación, sin embargo, no es la causa de la crisis, más bien, una de sus más decadentes resultantes y cuyo origen se remonta a muchos años atrás. Esto ocurre por diversos motivos, entre ellos, porque la UBA se encuentra más ocupada en la tarea de sobrevivir a la asfixia presupuestaria producida por las políticas neoliberales, cuando no a intentos de vulnerar su autonomía y convertirla en una caja más del poder de turno.
Sin embargo y, sobre todo, también debe señalarse que la crisis se produce por la ausencia de responsabilidad política de un claustro de profesores que es señalado por el Estatuto universitario como el mayor responsable de los destinos de la Universidad. Hace tiempo que los profesores han perdido capacidad de generar consensos (entre ellos mismos y con los otros claustros) sobre la planificación de rumbos a mediano y largo plazo.
Sobre todo, se les debe criticar que han carecido de la lucidez necesaria para preservar algunos acuerdos básicos de la lucha facciosa, caracterizada por convertir la política interna en una selva donde todo vale para asegurarse los escasos recursos disponibles y evitar que otros los consigan.
La FUBA y sus socios son funcionales a esta situación. Pregonan una democracia en la que no creen y que sólo respetan cuando ganan, como durante la mediocre gestión de Jaim Echeverry. La intención de la conducción de la Federación estudiantil es llevar a la Universidad a un estado de crisis política permanente (cuanto peor mejor) con el fin de obtener algunos militantes más o un puñado de votos para partidos al borde de la desaparición a partir de la nueva ley electoral. Los profesores que quedaron afuera de la rosca dominante los utilizan temerariamente como fuerza de choque, para capitalizar el descontrol y obtener algún trozo de la torta que se le niega en las componendas tras bambalinas.
La Universidad se encuentra así presa de una guerra de intereses cortoplacistas decorados con relatos más o menos épicos, que se reproducen al margen de la realidad cotidiana que se observa en las aulas, centros de investigación y laboratorios, espacios donde aun se sostiene lo que queda del prestigio institucional ganado a través de la historia.
Pablo Alabarces, en un artículo publicado ayer en el Diario Crítica, lo primero que señala no son las características del proyecto que triunfó o los rasgos principales de las ideas alternativas. No hace un balance de la gestión del rector reelecto y mucho menos presenta las líneas que debiera seguir una Universidad en el siglo XXI. La idea más importante que se desprende del artículo en cuestión es la preocupación por el qué dirán los medios y su frustración porque no muestran lo que él considera lo importante o lo verdadero.
Esta visión, que el Kirchnerismo llevó a su máxima expresión en el país, pone el centro de gravedad de la vida política en los discursos mediáticos más que en la realidad política. Qué dirían Clarín y La Nación se pregunta Alabarces, como si esto fuera la fuente de toda existencia del problema político de la Universidad o al menos de su comprensión. En el mundo posmoderno, el relato es todo, la realidad nada.
Esta preocupación de Alabarces aparece combinada con otros elementos clásicos de los tiempos que corren. Primero la idea que la arbitrariedad es buena cuando coincide con lo que pienso y es mala cuando me perjudica. Así mientras se elogia la forma turbulenta en que se aprobó la ley de Medios, parece repudiable que “solo” el 60% de los delegados hayan votado por el Rector.
En segundo lugar propone una visión maniquea, (“Fuera de la Asamblea quedaron las facultades con mayor producción científica; adentro, las que tienen la mayor producción de negocios –contratos, asesorías, servicios, mineras, transgénicos”). Apoyando a la FUBA y sus socios sólo faltó nombrar a Milstein y Houssay, con los “otros”, a Menguele. Cuando el “otro” es un enemigo de esa calaña, todo es aceptable, hasta ir a reventar una asamblea universitaria con piedras y palos.
Lo cierto es que una política universitaria debería ser algo más que la discusión sobre cuantos consejeros le tocan a cada claustro, otra de las preocupaciones expuestas en el artículo de Alabarces. Sin embargo, la Universidad, como el país, se encuentra encallada en debates sin salida, atados a un pasado idealizado, con un alto grado de irrealidad y con un persistente deterioro.
El futuro ya llegó, mientras tanto, el status quo de la Universidad sigue aferrado al vetusto reformismo de 1918 y la FUBA y los suyos idealizan anacrónicamente un anticapitalismo anclado en 1917.
Afuera, en el mundo real, el cambio climático, la proliferación nuclear, las pandemias, la crisis financiera, el aumento de la pobreza y la exclusión, las migraciones, la multiculturalidad, los DD.HH, el salto tecnológico en todos los campos de la vida humana, son las nimiedades que reclaman políticas institucionales de largo aliento.
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